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Esa vida y esa lucha contra la muerte hemos de continuarla nos– otros. La carta de hoy, que es como un mensaje que nos llega desde siempre y para siempre, nos recuerda que, aunque nos parezca mu– cho, hemos hecho muy poco en esa lucha. No hemos llegado a la sangre. Sólo uno llegó. Detrás de El todos los campeones que han com– prendido que la vida es lucha no para ser vencidos, sino para ser ven– cedores. Siguiendo la carta de hoy, y siguiendo la vida, hemos de mirar a nuestro modelo Cristo, para no desanimarnos en esta lucha cons– tante. Para no desfallecer en el camino. Recuerdo aquella habitación sencilla, meramente encalada. Vi– vía en ella un hombre de edad. Tenía una mesa, un estante con li– bros y una cama. A la entrada, para verlo, al entrar y al salir, un cru– cifijo. Debajo de él había puesto, en grandes letras temblorosas, esta frase: «Esto es lo que yo he hecho por ti; ¿qué haces tú por mí?» Con frases o sin frases, el crucifijo es una interrogante para nos– otros. Prodigamos mucho sus imágenes. Lo tenemos, a lo mejor, col– gado del cuello. En el comedor de la casa, o en la alcoba íntima. En las iglesias y en los despachos oficiales. Algunos sobre sus mesas de trabajo. ¿Qué es para nosotros el crucifijo? Pienso que mucho más que un adorno, o un recuerdo. Pienso que sea la conciencia plástica que nos grita todo lo que él ha hecho por nosotros y lo poco que nos– otros hacemos por El. Aunque lo nuestro nos parezca mucho y nos duela hasta el lí– mite de la resistencia, ¡qué poco es comparándolo con el gesto de este Hombre-Dios que ha dado toda su sangre por los hombres! Merece la pena que en esta hora de las transfusiones tengamos en cuenta a quien dio toda su sangre por nosotros. 107

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