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-9- SON los primeros días de Julio del treinta y seis. España vive horrores de angi:stia y de zozobra ante el hodzonte gris de su futura suerte. Una monjita joven, de mediana estatura, rostro ovala~ do y ojos inteligentes pudorosamente entornados, canta acompaña– da de otra religiosa, discípula suya esta estrofa significativa a los acordes. del armonio: Oh Jesús, yo sin medida te qUisiera amar, qué feliz yo si la vida púr Tu amor pudiera dar. Por las circunstancias en que se desarrolló y por los a€onted,,. mientos que más tarde sobrevinieron, esta escena tiene todos los ca– racteres de algo sublime. En julio del treinta y seis, Madrid, lugar de la escena antes des– crita, vivía prácticamente en poder de los bajos fondos. urbanos. Las calles eran diariamente 0cupadas por la chusma, con escandalosas manifestaciones. Y nadie podía oponerse a los desmanes de aquelJa gente desarrapada por que gozaba de un implícito :Salvoconducto del Gobierno para cometer atropellos a capricho. Qué triste espectáculo el de aquellas desgraciadas muchedum– bres que en ingentes oleadas recorrían las calles madrileñas con ojos fulgurantes de odio satánico y antirreligioso. Era el testimonio irrefutable de que en Madrid y lo mismo en toda España, se habjan · roto los diques qe la (oncíencia moral y que en adelante se viviría a merced de las pasiones mis bajas que ya andaban por las calles libres y sin embozo. ¡Y qué contraste! Mientras en las 'ca11es las turbas sedientas de reva~cha ·profieren las más soeces blasfemias, aquella buenísima re~ ligiosa ofrecía, con· la faz arrebolada por la emoción, su preciosa existencia por la redención espiritual de España. Estas vidas ocultas, sacrificadas y ubérrimas en frutos espiri– tuales, estas almas casi divinas, no afectadas por el contagie de las pasiones bajas que descomponían la sociedad española del treinta y seisi salvaron nuestra Patria. Unida a sus nueve hermanas de hábífo 2

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