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'.Sabemos el engaño, lo proclamamos y sin embargo nos tapamos los ojos y, a veces, el corazón, para que– darnos tan huecos y tan anchos como si estuviéramos haciendo lo más serio y sensato que un hombre pue– de hacer en su existencia. Y sin embargo lo hace– mos. Buscamos un trono de ridículo, sin asiento y .sin consistencia. Estamos hartos de caminar, cansados, y buscamos dónde reposar nuestros huesos debilitados y nuestro corazón aturdido. Pero no buscamos el asiento hu– milde, la piedra del camino o el césped junto a la fuente, la sencillez, la naturalidad. Buscamos el asien– to confortable, cosa que a veces avergüenza, de dine– ro, amor, mando o soberbia. Es igual. Porque aunque estemos convencidos de la inutilidad de estos valores que no trascienden, de la comedia ridícula, el cora– zón aún sigue representando la comedia y la farsa que se ha formado en su vida. El mundo ha pensado siempre igual. Y responde al espíritu mundano, emanación de ese otro espíritu malo a quien Jesucristo calificó maligno por sus cua– tro costados. María lo ha sentido palpitar en el am– biente de su tiempo y seguramente, en un salto pro– fético, lo vio en nuestros tiempos como una nueva religión materialista que lo inundaría todo. Todo, hasta lo más santo y más sagrado. Materialismo que corrompería las instituciones y lar. políticas y las vidas de los hombres aturdidos por tanto brillo fatuo y tanto bienestar fingido. Materia– lismo que infatuaría las mismas creencias para des– glosarlas en prácticas de conveniencia y de postín. Co– medias para forjarse un trono ridículo de posición económica o de religiosidad. Ante el trono de la cruz se levanta el trono hueco :y sin consistencia de los soberbios que sueñan sueños

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