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264 - los primeros hijos, los apóstoles, tras el prendimiento de Jesús. Cuando huyeron las ovejas, apresado el pas– tor. Soledad que le causamos con el proceso y la muerte. Allí está con nosotros. Ella resignada, va– liente, generosa, ofreciendo a Dios el sacrificio del Hijo. Nosotros vociferando, atolondrados, insensatos, ingenuos, inconscientes... Ella recoge al primer hijo pecador arrepentido, Pedro. Ella es la madre que busca los hijos ausentes. Madre que se preocupa· de evitar las deserciones y alentar la fe vacilante de los discípulos. Madre en Pentecostés. Y ahora mismo es nuestra madre. ¿Quién como ella se preocupa de nuestra vida? Somos como esos niños pequeños que andan jugando en la plaza o en la calle y a quienes miran las madres pegadas a los cristales de la ventana de casa. Y María, desde la gran ventana del cielo, nos mira y contempla con hondo cariño de madre. El niño ha caído y la :madre corre a cogerlo en sus brazos, a limpiarle el barro de los vestidos y sorberle las lágrimas a fuerza de besos. Y eso nos pasa a nosotros. Andamos jugando a negocios, a juergas y diversiones, como niños que andan ju– gando con fuego, corriendo entre peligros. Y si cae– mos, si a veces nos quemamos o rompemos el alma, es porque no levantamos los ojos y las manos hacia esa Madre que está con los brazos tendidos y el co– razón abierto. Y en circunstancias tan cruciales ¿quién no ha sentido los brazos, las caricias y los besos de María? ¿No recordamos con emoción aquellas horas junto al altar de María antes de acercarnos, entre sombras, al confesonario de aquel sacerdote? ¿Hay manos más suaves y corazón más tierno y besos más tibios? A veces los hijos somos desconsiderados y malos.

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