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254 :__ Siguió un silencio prolongado, como si las piedras·, del Monte regustaran el desamparo del Hijo de Dios. María meditaba el momento más grande de la His– toria. Un Dios desamparado. Y por fin el desenlace: «Dios mío, en tus manos entrego mi espíritu». E in-· clinando la cabeza, murió. La roca fría del Calvario recogió las lágrimas de la Madre. Pero su corazón estuvo entero porque, si había perdido al Hijo, acababa de recibir a los hijos. descarriados que volverían llorando a la casa del Padre Dejemos su martirio. No penetremos en el santua– rio de su corazón. Es descortesía jugar con el dolor de las madres en trances de muerte. María está su– mida en la amargura y en el dolor. Dejémosla repo– sar junto al corazón del Hijo abierto ahora por la lanza del soldado. No intentemos siquiera describir el descendimiento del Hijo muerto. Ahora lo tiene en sus brazos y llora. Muerto. Respetemos el latido de su corazón y las tiernas palabras al Hijo muerto. No intentemos adivinarlas. Guardemos el respeto que se merece una Madre con el Hijo Dios entre sus brazos. Está casi acunándolo contra el pecho. Y está muerto. Ahora descansa. Han lavado el cuerpo de Cristo. Lo han envuelto en blanco sudario. Y ahora la pri– mera procesión, la del santo Entierro. Y descansa en el sepulcro de roca, esperando. María vive la soledad. Bajó la cuesta del Calvario. Cruzó las calles de la ciudad y fue a llorar su sale-· dad en casa de Juan. Mientras tanto esperaba el triunfo de la Resurrección. Porque Cristo no había muerto para siempre.

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