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252- Pero contemplemos la escena. Jesús se va. Bajo la cruz estamos los hombres. Todos pecadores. Todos con las manos manchadas en su sangre. Con el cora– zón vacío porque abandonamos a Dios. Es hora sa– grada y maldita. Los humanos llegamos a este trance por culpa de una :madre, Eva. Y aquí está el misterio. Junto a la crüz hay también una mujer, María. Jesús la mira como Adán miró a Eva al pie del manzano. Puede comenzar ahora un nuevo siglo. Y empezará. Jesús baja los ojos. Se encuentra con lo que espe– raba. La multitud de hijos malditos de su Padre por culpa del pecado. Y entre los hijos malditos, la hija muy amada de Dios, María. Están bajo el árbol sa– grado, la cruz. Prestos a agarrarse a sus ramas ensan– grentadas. Necesitan retoñar. Pero necesitan de una madre que los cobije. Tienen el corazón vacío y las manos ensangrentadas con el pecado. Y encuentra Cristo la solución: la Madre. Sabe la grandeza del corazón de María, lo está viendo. Y le dice: «Mujer, ahí tief!eS a tu hijo». Y al hijo: «Ahí tienes a tu madre». Palabras sacramentales. Desde aquel punto María es madre de verdad y nosotros somos sus hijos de verdad. Pero pensemos un poco en el sacrificio de esta madre. Nosotros no perdemos nada y lo ganamos todo. No sufrimos nada y fue deleitable el vernos acogidos en su regazo. Pero a María le supuso el dolor esca– lofriante de tener por hijos y recibirlos a los que matamos al Hijo de Dios y suyo. La realidad del caso. Lo entenderemos mejor con una comparación. Una
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