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210 - Cuando se enteró María de la llegada de Jesús salió a saludarle y le dio el beso de bienvenida, es– trechándole en sus brazos. Sería corno unos dos meses el tiempo que habían estado separados y había sido grande la nostalgia y el recuerdo. Ahora se veían de nuevo en la alegría de una fiesta familiar. Y se des– bordó la confianza y la alegría. Venía acompañado de sus discípulos que le llama– ban Rabí, maestro. Novedad para María, su madre, acostumbrada a oírle nombrar por el carpintero o el hijo de José. Esto la llenó el corazón de esperanza, pues comprendió que había llegado el tiempo de su manifestación y su entrega al mundo. El problema de Maria. Es verdad que María, desde el primer día de su maternidad, el día de la Anunciación del ángel y de la Encarnación, tuvo una fe ciega en la palabra de Dios. El ángel, mensajero del Señor, le había dicho claramente su pap<:l maravilloso en los planes de Dios. Concretamente le había dicho que el Hijo que naciera de sus entrañas sería llamado el Hijo de Dios, el Santo, el Mesías. Y lo creyó. Luego sintió el milagro en su seno grávido. Más tarde abrazó el misterio de aquel Hijo, nacido milagrosamente. Pero Jesús, sin duda ninguna, fue para ella un misterio. Misterio que fue esclareciéndose a medida que avanzaban los años. No olvidemos los treinta años vividos en compañía de Jesús y las confidencias que hemos insinuado en el capítulo anterior. Misterio que ci~rtarnente no descifró en el Portal de Belén, ni en Egipto, ni en el Templo de Jerusalén, ni en el mismo retiro de Nazaret. Pero misterio que fue resolviéndose .hasta llegar a su completa comprensión. Este primer:

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