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190 - recorriendo los grupos de peregrinos y hacían las pre– guntas sin recibir contestación afirmativa ni ,explica– ción alguna, se alarmaron y fue entonces enorme su dolor y su angustia. Un desasosiego amargo recorrió sus corazones y se estremecieron de inquietud. Era grande su responsabilidad. Al fin aquel Hijo no era más que un misterio confiado por Dios a sus cuidados. Su inquietud tenía algo más profundo que la simple pérdida de un hijo. Este Hijo era el Hijo de Dios. Un Hijo con una misión especialísima que cumplir. Misión que ellos no comprendían, pero que presentían y casi adivinaban. ¿Temieron el fracaso? ¿O quizá vislumbraron el paso decisivo de una vida nueva? Lo cierto es que tuvieron que entrever un misterio y que la alarma encogió sus espíritus. «Al no dar con El se volvieron a Jerusalén sin dejar de buscarlo...» (Le. 2, 45). Era ya casi de noche y ciertamente cuando llegaron a Jerusalén noche ce– rrada. El camino fue angustioso. Todo paso y toda mirada un intento para buscar al hijo extraviado. Descifrar y resolver el problema del hijo ausente. No tuvieron otra preocupación, casi diría obsesión. «Sin dejar de buscarlo», apunta el Evangelista. Psicología delicadísima. Era natural. Padre y madre no tenían que vivir otra preocupación. Era un sinsabor amargo que les llenaba el corazón. Si añadimos que además de hijo era Dios podría– mos sondear la tragedia que suponía para sus espí– rítus. Ciertamente que para ellos no supuso la pér– dida personal de Dios. No gustaron ni sintieron la tragedia del que ha perdido a Dios voluntaria y cons– cientemente. Ellos no lo echaron, como nosotros, pe– rezosamente y culpablemente de la casa de su alma. Sin embargo sufrieron un golpe de corazón que nos– otros no somos capaces de comprender.

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