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- 155 ,-él' que viene a darnos reinos inmortales, dice el poeta de la Liturgia. «Lo mtsmo que todos los habitantes de Jerusalén», Se hace incomprensible. A nosotros nos pasa lo mismo. Esto indica lo lejos que estamos de Dios. Nos asusta ·su presencia, incluso todo aquello que roza la divinidad. ¿Nos asusta su presencia? ¿Su inmensidad? ¿Vértigo? ¿O es que no queremos su amor, como el gran Inqui• sidor de la novela de Dostoievski? «Yo no quiero tu amor, porque yo no te amo». ¿Es que el amor exige demasiado? ¿O es mayor el amor al mundo, a la car• ne, al sentido, al dinero, al negocio o a la vanidad de fa vida? Y hemos de pensar que aún no se habían visto cara a cara con Jesús. No le conocíán ni sabían de su doc– trina y sus exigencias. Parece como si intuyéramos lo ,que importa y supone la cercanía de un Dios huma· nado. Más tarde veremos la reacción de J,erusalén en– tera con su rey Salvador. Y esto mismo es lo que sucede a muchas almas. No quieren ,enfrentarse con Dios. No quieren que Dios sal· ga a su camino. Y esto porque temen sus exigencias de amor. Exigencias que nos reportan una mística for– midable. Mística que no entendemos y no apreciamos porque no la hemos gustado. Y no la gustamos porque no nos lanzamos antes por el camino de la austera as– cética. Porque no nos lanzamos en busca de Dios y nos sujetamos a sus exigencias amorosas. Mientras tanto nos turbamos y quedamos metidos en .el miedo como ,en un pozo sin luz. Pero contentos, infatuados mejor. Porque nos gozamos con las peque– ñas y fútiles fantasías de unas luciérnagas que mal– viven 'en la estrechez y miseria de un tiempo caduco. Es la postura d~ un mundo que se dice cuerdo, cuando

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