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154 c...:. hombres. No importa el imaginar o el recorrer con ellos lás mil leguas de distancia que los separaban de Belén. Ni nos importa demasiado el indagar su espi• ritualidad gentil, ni el alcance de su largo peregrinar, ni el sentido espiritual que dieron a la estrella. La realidad es que ellos vieron la estrella y vinieron con ilusión y seguramente alumbrados por una inspiración de lo alto. Con la esperanza, sin duda, de encontrarse con un pueblo en plenas fiestas natalicias, conniemo– rando el hecho cumbre de su Historia. Y con el desengaño, parece lógico, aunque el Evan– gelio no nos diga nada, entraron en la ciudad de Jeru– salén y ,en el palacio de ,Herodes. Su. pregunta es ingenua. Da sabido por todos el he– cho del nacimiento del Hijo de Dios, del Rey de los judíos. «¿Donde está el rey de los judíos que acaba de nacer?» Hasta podríamos afirmar que apuntan una distinción entre rey y Rey, pues hablan con quien lle– va el cetro de Judea. «Porque hemos visto su estrella en ·oriente y venimos a adorarle». Y ahora un contraste que hace estremecer el cora– zón. «Cuando se enteró de ello el rey Herodes, le asaltó yiva inquietud, lo mismo que a todos los habitantes de Jerusalén». (Mt. 2, 3). Se hace extraño y hasta raro que el Evangelista no nos diga nada del gesto de asombro, casi desamparo, que hubo de reflejarse en los ojos y en el seniblante de aquellos extranjeros. Al rey Herodes le asaltó viva inquietud y lo mis– mo a todos los habitantes de Jerusalén. Otra vez el miedo a lo divino, pues no cabe otra explicación en el ~stremec.imiento e inquietud de la corte. ¿Tan extraño y sin sentido encontramos lo divino? ¿Por qué temes, Herodes? Pues no piensa en quitarte un reino temporal

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