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-139 Dios en la misión formidablemente dolorosa y entra– ñable de su Hijo. Ella sabía lo que estaba reservado al Mesías. Ella misma no era otra cosa que unas ma– nos abiertas en ademán de entrega. Su maternidad no tenía otro sentido ni otra razón de ser que prestar a Dios la materia apta para el sacrificio. Su mater– nidad mesiánica importaba tanto como patena del Ofertorio, casi víctima. Ahora comenzaba, en el Tem– plo, el Ofertorio del Gran Sacrificio que culminaría en el Monte. El sacerdote judío recibió las cinco monedas de plata como precio de un rescate simbólico, pero no penetró el significado altísimo. Su ofrenda al Padre tuvo aceptación ratificada. Los cinco siclos de plata fueron corno el símbolo de unos rehenes para la hora exacta del Sacrificio. El Anciano Simeón. Jerusalén no estaba aún paganizada. Envuelta en •el materialismo más burdo, no había llegado a la corrupción total. Es verdad que había mucho de for– mulismo y de mera tradición, casi historia y folklore, en su vida religiosa. Pero entre tanto formulismo, materialismo y culto al dinero, entre tanta conceps ción materialista de la vida y humanización de las profecías del Mesías, había almas generosas, almas limpias y abiertas a la verdadera fe. Hombres que esperaban la venida del Mesías, del Ungido del Señor, como Redentor y purificador de las conciencias. Es– peraban al Señor del espíritu. «Había entonces en J,erusalén un hombre llamado Simeón, recto y dado a la piedad, que esperaba al que iba a ser el restaurador de Israel. En él moraba el Espíritu Santo. El mismo Espíritu Santo le había

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