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rido, lo que cuidó a través de muchos siglos y arro• pado en_ mil promesas cumplidas. Y con ese rasgo generoso de una madre y de un Hijo entramos nosotros de lleno en el plano de la Redención. Igual que entramos, sepultados en las aguas y muertos en ellas, en el pueblo de Dios, la Iglesia. Porque fuimos lavados en su Sangre. Si no fuera ironía y sarcasmo, diría que parece que el mundo ha comprendido el misterio de la san– gre. Porque son ya cientos y miles de veces las que el :mundo ha sangrado hasta bañarse en su propia sangre como en un río sagrado. Solamente que a este derramamiento de sangre le ha faltado el rito divino. Y le ha faltado este rito porque no ha tenido el sello querido por Dios, que es el sello del amor. I Por eso de tanta sangre y tanta muHte -nosotros nacimos, en contraste, de la muerte y sangre del Cor– dero- no ha brotado para el mundo la nueva vida. Decimos con verdad que hemos ,entrado en el pue– blo de los hijos de Dios, en la gran familia de Dios, brotados, como retoños·, de su sangre. Pero el nombre que el mundo ha puesto a este hijo, a estos hijos de mujer, no ha sido el nombre de Jesús sino el de Caín, porque como aquel hermano hemos odiado y malde– cido. Ahora corremos alocados por mil caminos, por mil supuestos de dicha y felicidad, encontrando lo que perdimos con la muerte del hermano, la paz. Traspasamos fronteras y hacemos pactos para rom· perlos de nuevo porque nos hemos marcado en la frente con el sello de los :malditos. Esa es la realidad, la que nos conmueve y la que no queremos solucionar porque seguimos tan insensatos y maniáticos propo– niendo soluciones que no remedian esta crisis de amor que padecemos en el mundo.

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