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120 - Postura de los pastores. «Y después que lo hubieron visto, se pusieron a divulgar todo cuanto se les había dicho acerca del Niño» (Le. 2, 17). Hicieron lo que tenían que hacer, lo más natural. Lo que hubiera hecho cualquiera que se encontrara en la condición de sencillez y buena fe en qu~ elles vivían. Pudieran haberlo hecho, por lo menos estaba den– tro de lo posible, por esta vanidad innata en el cora– zón del hombre. Saberse favorecido por el don de Dios y darlo a entender. Pero es ridículo. O quizá por dar la noticia nueva, la que aún no corre, la que es extraordinaria. O la vanidad de sentirse héroe de un acontecimiento que sobrecoge y sobrepasa lo co– rriente, lo diario. Algo sobrenatural, divino, milagro– so. Protagonista de algo que nadie sospecha y que impresiona. Pudiera ser, pero no parece lo más auténtico. Por lo menos no es lo más conforme con el hecho y sus circunstancias. No hemos de dejar a un lado la gra– cia de Dios. Dios no hizo el milagro del nacimiento del Verbo, ni el prodigio de los ángeles cantando en la medianoche para dejar entrever el :maravilloso fol– klore del cielo. Capricho y atuendo. Ni hemos de ima– ginar que el Niño y la Madre se quedaron aquella noche de tierno amor apretando sus manos con miedo a que les robaran la primera gracia. No queramos distanciar a Dios de los hombres precisamente en la primera noche que vive entre nosotros. Dios vino al mundo para calentar los corazones humanos y hacer– los vivir para El. Roturar primero sus durezas para sembrar luego la luz y el amor. No lo olvidemos. La reacción, pues, de los pastores, su postura des– pués de aquella primera visita al Niño y a su Madre,

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