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'110- hombres y no tuvo donde reclinar su cabeza sino en las pajas de un pobre pesebre. Dios se hace pobre. Como si dijéramos que las aguas de un río inmenso hubieran caído, por amor, en el precipicio de un abismo quedándose pobre y sin agua. Dios que lo llena todo, escondido, recostado en el oro de unas pajas, en un pesebre de animales que lo calientan con su vaho. El mundo no lo entiende. La pintura exacta del pobre mundo sería la de un hombre obsesionado que apretara en las manos bien cerradas una bolsa de oro o un manojo de billetes o letras de cambio. Un tesoro que no es más que un capricho de niño. Un juguete. Manos cerradas. ¿Hay algo más absurdo? Las ma– nos cerradas no pueden abrir las puertas de la fe– licidad y menos las del cielo. Esto aun cuando en el mundo puedan abrir las puertas de la soberbia y de la vanidad y de la holgura. También otras puertas, pero las de la corrupción. Pero la realidad final es la que interesa o debe interesar. Y el gesto de un hombre que cierra las manos para apretar el dinero o los negocios es el gesto de un hombre que cierra su corazón. Bienaventurados los pobres, dice el Señor. Segu– ramente porque tienen las manos libres y el corazón abierto para recibir el regalo de Dios. Todo culmina ea la alegria. Es de noche y hace frío. Afuera, en los caminos y en la noche, brilla la nieve y es el viento de cortan– te acero. En la cueva están María y José con el Niño. El mismo diálogo.

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