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de corrida. Entra desapercibido para vivir oculto y humillado y acabar apedreado y escupido. Diríamos que es un actor fracasado. Mienfras llegaba el día para el viaje a Belén, Ma– ría y José hicieron los preparativos. Su ilusión era el hijo que esperaban. Se preocuparon sobre todo de las ropas limpias y los pañales nuevos. Pan, dátiles y algún poco de carne seca. Todo conforme con su po– breza. Nada más. Una mañana atravesaron las calles de Nazaret y enfilaron hacia la llanura de J ezrael, camino de la ciudad de David. La tradición y el arte cristianos nos los pintan con su jumentillo y su ilusión. Solos. Nos los podemos imaginar con sus túnicas de vivos colores, casi transparentes al brillo del sol que apun– taba tras el cerro primero. Casi una pena en el co• razón y los ojos levantados al cielo en un gesto de cariño y de entrega. La mañana era fría. Al filo. del medio día se sentaron al abrigo de una palmera o al cielo raso. Es igual. Quizá en un reco– do del camino. Allí comieron los dátiles secos y .el pan que amasara María aquella misma madrugada. Era tierno y tenía sabor a cariño y a trabajo. Era bastante. Caminaron todo el día, hasta el final de la tarde cuando se anuncian las estrellas y el tibio resplandor de la luna se mete en el alma de la noche. O quizá -era invierno- las primeras sombras oscurecieron sus frentes y arroparon el frío de la noche. ¿Habían caído los primeros copos de nieve blanqueando el ca– mino? Ahora la luna los plateaba de misterio y el viento los besaba cristalizándolos en hielo. Se hizo noche cerrada. Al amparo de una piedra o en alguna cueva que le naciera al camino, guarda· ron sus cuerpos dispuestos para el sueño.

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