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- 10! «En aquel tiempo salió un decreto de César Augus– to... » Montado en brioso corcel, túnica blanca y man– to rojo cruzado a los hombros, galopó las calles ,de Nazaret el centurión romano. Sonó la trompeta y luego rasgó la paz de las calles su voz rotunda y cla· ra: que se empadrone todo el orbe. Ley de César. Poco después, en nubes de polvo, se perdió por la llanura de Jezrael la silueta del centurión romano. Sabemos que la reacción del pueblo judío fue vio– lenta y de crítica ruda. Junto a las puertas medio cerradas y en el mismo dintel de la sinagoga de Na– zaret, hombres y mujeres discutían acalorados el ca– pricho y la injusticia de César. Sus ojos torcidos de rabia y los labios en mueca de desprecio. Solamente en el retiro de la casa de José el car– pintero no se oía. más que ,el raspar de la gubia en los duros maderos y el golpear del martillo taladran– do el misterio. Y una sonrisa de María envolviendo el rudo t;rabajo en una paz alegre y resignada. Viaje a Belén. José, cabeza de familia, descendía de la tribu de Judá y de la familia de David. Su ciudad de origen era Belén. Allí tenía que estampar su nombre y fir– ma para el censo que pretendía César Augusto. Dios no busca el milagro inútilmente, ni acostum– bra, ordinariamente, hacer sus obras con rumbo y aparato ruidoso. Le agrada, diríamos humanamente, la sencillez. Para la venida de su Hijo al mundo bus– có la oscuridad. Para cumplir sus planes y profe– cías hizo otro tanto. Parece como si Dios quisiera di– simular sú entrada en la escena de la vida, casi como un personaje que se hubiera equivocado de acto y de escena y saHera en ella disimuladamente, como

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