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- 99 y le llamarás Jesús, porque El será quien salV1e a su pueblo de sus pecados». (Mt. 1, 19-21). Resulta difícil descifrar ei espíritu de José. Sus sentimientos sirven para desconcertarnos. José tuvo que saber, como ya dijimos antes, los planes de María. El sabía de su consagración a Dios. El la miró desde su corazón como una estrella inaccesible. La miró y la admiró. Conjuntamente. Ahora la veía en la rea– lidad de una mujer en trances de ser madre. Y José dudó. ¿De su virginidad? ¿De su alteza? ¿De su mis- terio? No sabemos. · El Evangelio nos dice solamente su perplejidad. El era un hombre recto. Su santidad, su justicia, el cumplimiento de la ley le inclinaban hacia la de– nuncia. Pero siendo como era un hombre recto, nos dice el evangelista, pensó en repudiarla secretamente. ¿A qué obedece esta postura? Porque parece un ~on– trasentido con su rectitud. A mi modo de ver aquí se encierra un misterio que no lo descubre el evangelista. José no dudó de María. El la creyó limpia. Por eso no se decidió a denunciarla. Pero José se encuentra con un misterio. Misterio al que no encuentra solución. Por eso se de– cide a apartarse y quedarse al margen. Piensa en re– pudiarla. No quiere compromisos, aunque sea bastante compromiso el dejar de tener consigo aquella m&ra– villa de pureza y de amor. ¿Pusilanimidad? ¿Cobardía? Llamémosle como queramos, pero siempre resultará un enigma. Ciertamente que los misterios del cora– zón humanos son incontrolables. El edicto de César. «En aquel tiempo salió un decreto de César Augus– to para que se hiciera el censo de todo el Imperio

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