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Prohibido poner la radio Y A para siempre la plaza de Tiennanmen de Pekín irá unida al recuerdo de la matanza de miles de chinos. Pasé por allí en mayo de 1987. Nos acompa– ñaba, además de la guía nativa, otra chinita ayu– dante de turismo, Chang Chang, ni guapa ni buen tipo, era una mujer que merecía un canto a la bon– dad. Callada, sonriente, siempre estaba donde ha– cía falta. Cuando uno sospElchaba que alguien se 1 había perdido en la multitud, Chang lo traía feliz, como diciendo: «no pasa nada». Su mal español quedaba suplido por su sonrisa y su eficacia. Ocurrió que una persona del grupo cayó en– ferma y hubo que internarla en un hospital de Pekín. Y -¡cómo no!- Chang se quedó con ella. Contaba después la enferma que Chang le decía: «Tú no preocupar. Yo te canto». Y Chang le cantaba can– ciones chinas para que se tranquilizara. Al oírlas el vigilante de la planta venía a avisar: «Prohibido po– ner la radio». Chang sonreía. La bondad de Chang se hizo proverbial en el grupo. Hoy, la recuerdo. ¿Qué pensará Chang de la matanza de Tiennanmen? ¿Seguirá sonriendo? 89
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