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Sauce sonoro L A capital de Finlandia, Helsinki, tiene doce ki– lómetros cuadrados de parque. Toda una bendición. Y qué bellos y qué bien cuidados. En uno de estos parques se puede admirar el monu– mento al compositor Juan Sibelius, muerto en 1957, y autor del conocido poema melódico «Finlandia». El monumento es originalísimo, consiste en una maravillosa combinación de tubos de acero ino– xidable que ofrecen a la vista la impresión de un sau– ce sonoro, de un árbol que tuviera vida. Contemplé el monumento largo rato en una mañana lluviosa. Los finlandeses dicen que quien no escucha la música de los árboles no se ha hermana– do con la naturaleza, es decir: no participa del con– cierto de los seres. A mí por lo menos me pareció escuc;:har la sonoridad del árbol metálico, bajo la llu– via. Después he pensado mucho en la razón que asiste a los finlandeses: las árboles son musicales, tienen lenguaje propio, recitan su vida íntima al vien– to como nosotros. Respeto les debemos. Pero pasa– mos por debajo de ellos con la cabeza metida en nuestras cosas sin percibir su presencia: «Yo soy yo y mis circunstancias» -decía el filósofo Ortega-, pero añadía algo que casi todos omiten: «Si no la salvo a ella, no me salvo yo». Respetar, oír al árbol, a los seres, o cualquier accidente de lugar, tiempo o modo, salvarlos, es salvarnos a nosotros mismos. El ambiente constituye parte de nuestra felicidad. Vivi– mos hermanados con todos los seres. 79
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