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La calle O me ha gustado lo que acabo de leer, por– que es verdad. Porque algunos creen que es verdad, aunque no del todo. Me ha dolido leer unos breves renglones del poeta panameño, Arístides Martínez Ortega. Los titula: «La calle». Dice: «Un niño solicita una moneda: se le recomien– da que traba¡e. Un mendigo pide dinero: los tran- . seúntes hacen como si no lo viesen. Una mu¡er se inclina para socorrer a un pequeño: los caballeros se preocupan sólo de mirar sus senos. Un defectuo– so camina traba¡osamente, y de un balcón le cae un apodo. Un borracho se afirma en la pared: a la gen– te le parece divertido... Un hombre pasa monolo– gando a gritos: el público se muere de risa». ¡Es verdad! -¿es verdad?-, pero me parece una fábula cruel. Podía haber terminado de otra for– ma. No tan descarnadamente. Porque yo creo, -soy de los que todavía admiten la bondad interna del hombre-, que cuando esto ocurre y así nos compor– tamos, se nos queda el corazón como herido y ma– chacado. No me llame usted ingenuo, porque así lo crea. Yo hubiera preferido que el poeta panameño hubiera concluido su visión de «La calle» con el arre– pentimiento. Así, por ejemplo: «A pesar de todo, al– gunos tragan sus lágrimas. Algunos miran tremenda– mente serios. Algunos depositan sus monedas. Algu– nos dan gracias a Dios por su salud... ». 65

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