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¿Quién pa taza d a--~- 10 la última chupada al cigarro y entró en la iglesia. El hombre se colocó atrás, debajo del coro. Aquel domingo el cura leyó el Evangelio de... «Tuve hambre y me disteis de comer... Lo que hicisteis a uno de esos pequeños a mí me lo hicis– teis... ». El hombre levantó la vista al Cristo del altar mayor, y vio con la imaginación miles de niños ham– brientos. «¿Qué puedo hacer yo, hombrecillo de un pueblo, por esos niños?», pensó. Al salir de misa, solía ir a la taberna a tomar un vaso de vino. «Ya está -decidió-: Sumando lo que me cuesta un vaso de vino, puedo en algún tiempo enviar mi pequeña aportación para los niños pobres. No importa de dónde. Pero allí, donde haya pobreza y hambre estaré con mi insignificante ayu– da». El hombre -bendito sea- envió después de al– gún tiempo quince mil pesetas para los «niños del hambre». -i Ya no bebes?, le preguntaban. iCómo es– tará tu cuerpo para dejar el «vasito de vino»? Nadie sabía su secreto, su «pequeña ilusión», su sacrificio, ni cuánto tiempo le había costado reunir las quince mil pesetas, sólo él, el Cristo del altar, la Virgen y su esposa. Por ahí, por aquí, por tu pueblo y el mío, entre tus amigos y conocidos, entre desconocidos, entre esas gentes aparentemente sin relieve social, hay muchas personas con «grandeza de alma». Mañana la taza de arroz que coma un «niño hambriento», sólo Dios sabrá quien la ha pagado y con qué sacri– ficio. 63
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