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«Que llueva café» ¡ Oh!, esta fabulilla es muy triste, muy triste. Y 1 es verdad. Lucrecia Pérez Santos con otros muchos dominicanos había venido de su tie– rra a España buscando trabajo, cobijo y un futuro mejor. Lucrecia tenía 33 años. Se había hospedado con otros amigos en una antigua discoteca semide– rruida de la población de Aravaca. Hacía sólo unos meses que había venido de su Santo Domingo natal. Y un día, a medianoche, mientras preparaba una sencilla sopa, su única cena, entraron unos locos en– capuchados y la mataron, hiriendo también a su amigo. La xenofobia, el odio hostil a los extranjeros, es una mala hierba venenosa que no debe brotar entre nosotros. Tampoco lo creía la sencilla Lucrecía que había escuchado y bailado al son de la música de su paisano Juan Guerra: «O¡alá que llueva café... », amor, música, miel, dulzura ... La hermandad entre todos, la comprensión, se la he visto pedir con llanto y flores en las manos, junto al cadáver de Lucrecia, rezando el padrenues– tro, a los emigrantes dominicanos. Gente sencilla y alegre en su pobreza. «O¡alá que llueva café». 59

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