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Las hormigas no tropiezan L AS hormigas caminan en hilera, cargadas con su grano de semilla, y no tropiezan nun– ca. Las he contemplado muchas veces, y, a fe, que es un espectáculo aleccionador y divertido. Pero siempre que me paro en un camino del campo o en un prado a ver el ajetreo de estos pequeños y laboriosos insectos, se me va la imaginación al hor– miguero de nuestras carreteras atestadas de coches. Las hormigas no tropiezan, los hombres en sus coches sí. El carril de asfalto ofrece una reflexión mu– cho más triste que el caminito de las hormigas, la reflexión de la muerte. No es una lección que nos inventemos, cada verano está ahí, como una fábula de miedo. En mi agenda de viajes apunté el año pasado un pensamiento que vi grabado en la piedra de las ruinas de un viejo convento franciscano de «La Ver– de», en el Salto de Aldeadávila de la Ribera, hoy convertido en hermosa residencia: «Entre la muerte y la vida no hay espacio, en un momento se acaba lo que se vive en el mundo». Pero, la verdad, Dios no quiere que el hombre corte su vida con violencia, ni con prisas. Hasta la muerte ha de llegar lenta: «Llévame, Señor a ti, pero por el camino más largo». 56
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