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96 Santa Sede. Predicando la unión a las ciudades y a las repúblicas de la Península, haciendo resonar el grito de ¡ITALIA! ¡ITALIA! como un toque de clarín, era el repre– sentante natural del despertar nacional, y parecía en cierto modo el soberano del emperador, como lo era ya de los otros reyes. En fin, por sus esfuerzos para puri– ficar la Iglesia, por la indomable firmeza con que defen– dió la moral y el derecho en el pleito de Ingelburga y en tantos otros, conquistaba una fuerza moral que, en aque– llos tiempos tan turbulentos, era tanto más poderosa por ser tan rara. Pero aquel poder incomparable tuvo sus escollos. A fuerza de defender las prerrogativas de la Santa Sede, Inocencio olvidó que la Iglesia no existe para sí misma, que la supremacía no es más que un medio transitorio, y una parte de su pontificado se parecerá a esas guerras, en un principio legítimas, pero que el vencedor pro– longa con sus estragos y matanzas casi sin saber por qué, tan sólo porque se ha embriagado de sangre y de éxitos. Así, Roma, que canonizó al pobre Celestino V, rehusó esa consagración suprema al glorioso Inocencia III. Sintió Roma, con tacto exquisito, que había sido más rey que sacerdote, más Papa que santo. Cuando reprime los desórdenes eclesiásticos, lo hace menos por amor del bien que por odio del mal; es el juez que condena o amenaza, apoyándose siempre sobre una ley, no es el padre que llora. Hay algo que este Pontífice no comprendió en su siglo: el despertar del amor, de la poesía y de la libertad. He dicho antes que a principios del siglo XIII la Edad Media tenía sólo veinte años. Ino– cencio III quiso manejarla eomo si no tuviera más quince. Poseído por su dogma civil y religioso, como otros lo están por sus doctrinas pedagógicas, no adivinó que se agitaban confusamente en el fondo de las almas te1:m1ra insatisfechas, sueños, insensatos quizás, res y divinos.

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