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94 Conviene detenerse aquí un momento a considerar los hermanos que van a partir para Roma. Los biógrafos están de acuerdo sobre su número; eran doce, incluyendo a Francisco; pero desde que se intenta conocer sus nombres surgen las dificultades, y sólo por un gran esfuerzo exegético se puede pretender conciliar los diversos documentos. La cuestión adquirió importancia cuando en el si– glo XVI se quiso hallar entre la vida de San Francisco y la de Jesús una constante conformidad. Para nosotros no tiene interés. El perfil de algunos de estos hermanos se. destaca muy netamente en el cuadro de los orígenes de la Orden; los otros hacen pensar en los cuadros de los maestros umbrianos primitivos, en que las figuras lejanas poseen una gracia acariciadora y púdica, pero ninguna sombra de personalidad. Estos primeros Fran– ciscanos tuvieron todas las virtudes, comprendida la que más nos falta: la de consentir en permanecer anónimos. Hay en la iglesia inferior de Asís un fresco antiguo que representa cinco compañeros de San Francisco; por encima de_ ellos se ve una Madona de Cima.bue que ellos contemplan con toda su alma; sería más cierto si en vez de la Madona se encontrara San Francisco: nos trans– formamos siempre a imagen de lo que admiramos, de modo que todos se parecen a su maestro y se parecen entre sí. Es incurrir en una especie de error psicológico y hacerse culpable de infidelidad a su memoria el tratar de darles un nombre; .el único que habrían deseado es el de su padre. Su amor cambió sus corazones y expan– dió sobre toda su persona un resplandor de luz y de ale– gría. Son los verdaderos personajes de los Fioretti, hom– bres que pacificaban las ciudades, turbaban las concien– cias, cambiaban los corazones, conversaban con los pá– jaros, amansaban a los lobos. De ellos se puede decir, en verdad: Nihil habentes, omnia possidentes. Partieron, pues, para Roma llenos de alegria y de confianza. Francisco estaba demasiado absorbido por sus

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