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CAPITULO VI SAN FRANCISCO E INOCENCIO III (VERANO DE 1210) Viendo aumentar cada día el número de sus herma– nos, Francisco quiso escribir la Regla e ir a Roma a hacerla aprobar por el Papa. Esta resolución no fué tomada a la ligera. Sería un error tomarlo por uno de esos inspirados que obran brus– camente °Qajo la acción de revelaciones inesperadas, y gracias a la fe que tienen en sí mismos y en su infalibi– lidad, y se imponen a la multitud. Estaba, por el contra– rio, lleno de verdadera humildad, y si creía que Dios se revela por la oración, no se dispensó jamás por ello de reflexionar, ni aún de reconsiderar sus decisiones. San Buenaventura lo juzga mal al mostrar la mayor parte de sus resoluciones importantes como consecuencias de sue– ños que él tuvo; es privar a su vida de su profunda ori– ginalidad, a su santidad de su más raro florón. Era de la raza de los que luchan, y para emplear una de las más bellas expresiones de la Biblia, de los que por su per– severancia conquistan su alma. Le vemos así retocar con– tinuamente la Regla de su instituto, insistir en ello sin cesar hasta el último momento, a medida que el creci– miento de la Orden y la experiencia del corazón humano le fueron sugiriendo modificaciones. No nos ha llegado la primera Regla que sometió a Roma; sabemos tan sólo que era muy simple y compuesta sobre todo de pasajes del Evangelio. Se reducía a la re– producción de versículos que Francisco había leído a sus primeros compañeros, con algunos preceptos sobre el tra– bajo manual y sobre las ocupaciones de los nuevos her– manos.

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