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86 pobres, y por ese lado llegaban los ataques con la aspe– reza de lenguaje y profundidad de odio que se encuentra siempre en los herederos burlados. Los Hermanos aparecían así como un peligro para las familias, y muchos padres temblaban ante la idea de que sus hijos pudieran sumarse a aquéllos. De grado o por fuerza eran la constante preocupación de toda la ciudad. Los rumores que contra ellos se echaban a rodar tenían un efecto contrario: al pasar de boca en boca, encontra– ban bien pronto contradictores a quienes no costaba mu– cho probar el absurdo de aquellas habladurías. E indi– rectamente todo ello resultaba en bien de su causa, ga– nándoles los corazones, más numerosos de lo que se piensa, para los cuales es una necesidad defender a los perseguidos. E'n cuanto al clero, no podía dejar de sentir profunda desconfianza respecto de aquellos predicadores laicos, que si excitaban algunos odios interesados, provocaban también en las almas ante todo piadosa sorpresa, pero de inmediato admiración. · Ver de golpe a gentes sin titulas, sin diplomas, salir airosos en la misión que nos está oficialmente confiada, y en la que fracasamos del modo más lamentable, re– sulta un suplicio insoportable. Algunos generales prefi– rieron perder una batalla a ganarla con tropas francas. Esta sorda oposición no dejó trazas características en las biografías de San Francisco. No debe sorprendernos; Tomás de Celano, aunque hubiera tenido indicaciones sobre ello, habría carecido de tacto si lo hubiera seña– lado. El clero, por lo demás, posee· mil medios de tra– bajar la opinión, sin dejar de mostrar interés religioso hacia aquellos que detesta. Pero cuanto más en contradicción se halló San Fran– cisco con el clero de su tiempo, más se creyó hijo some– tido de la Iglesia eterna. La idea de oponer el Evangelio a la Iglesia, que se halla en el fondo de casi todas las tentativas de herejía, parece que jamás se presentó a su espíritu, y mucho menos aún a su corazón.

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