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85 Cuando los hermanos subían a Asís, para mendigar de puerta en puerta, muchas gentes rehusaban dar, les re– prochaban haber disipado su fortuna y querer vivir luego de la de los otros. Muchas veces conseguían sólo lo indispensable para no morirse de hambre. Parece que el clero no fué extraño a esa oposición. El obispo de Asís dijo un día a Francisco: -Vuestra manera de vivir sin poseer nada me parece bien dura y penosa. -Señor -respondió Francisco-, si poseyéramos bie– nes, tendríamos que disponer de armas para nuestra de– fensa, porque los bienes son la fuente de las düerencias y de los litigios, y de ordinario encuentra en ellos sus peo– res obstáculos el amor de Dios y del prójimo; por todo eso no queremos tener bienes temporales. El argumento no tenía réplica, pero Guido comenzaba a arrepentirse de los estímulos y alientos que había dado en otro tiempo al hijo de Bernardone. Se encontraba más o menos en la situación y por consecuencia en los sentimientos de los obispos anglicanos cuando vieron or– ganizarse el Ejército de Salvación. No era precisamente hostilidad, sino más bien desconfianza, tanto mayor desde que no se atrevía a manüestarse. El único consejo que el obispo podía dar a Francisco era el de vestir los há– bitos, o, si el ascetismo le atraía, en alguna orden monás– tica ya existente. Si eran grandes las perplejidades del obispo, no eran menores las de Francisco. Era una naturaleza demasiado fina para no sentir el conflicto que amenazaba estallar entre los Hermanos y el clero. Veía cómo los enemigos de los sacerdotes alababan al extremo a él y a sus com– pañeros, para oponer su pobreza a la avaricia y a las riquezas de los eclesiásticos; pero se sentía impelido in– teriormente a continuar su obra y de buena gana habría gritado con el apóstol: ¡Ay de mí si no anuncio el Evan- ~~! . Por otra parte, las familias de los Penitentes no po– dían perdonarles haber distribuído todos sus bienes a los

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