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84 sus actos repercutían con irresistible llamado en el fondo de muchos corazones. Estamos en el período más original y más atrayente de la historia de los franciscanos. Aquellos primeros meses fueron para su institución lo que los primeros días de primavera son para la naturaleza, cuando florece la rama del almendro y, dando testimonio del misterioso trabajo que se cumple en las entrañas de la tierra, anun– cia las flores que vendrán todas a la vez a esmaltar los campos. A la vista de estos hombres, descalzos, apenas ves– tidos, sin dinero, y que, sin embargo, parecían tan fe– lices, las opiniones se dividían. Unos los trataban de locos, otros los admiraban y los hallaban muy diferentes de los monjes vagabundos, una de las llagas de la cris– tiandad de entonces. A veces, sin embargo, los hermanos hallaban que el éxito no respondía a sus esfuerzos, que el movimiento de conversión de las almas no se perfilaba con bastante rapidez y vigor. Francisco, para alentarlos, les comuni– caba sus esperanzas y sus visiones: -He visto una multitud humana que venía hacia nos– otros, pidiendo vestir el hábito de nuestra santa religión, y el ruido de sus pasos todavía resuena en mis oídos. Los he visto venir de todas partes y colmar los caminos. Contra lo que puedan decir los biógrafos, Francisco no previó las tristezas que acompañarían el pronto cre– cimiento de la Orden. Así como la virgen, al apoyarse, temblorosa y encantada; en el brazo de su esposo, no pensó en los dolores de la maternidad, Francisco no pensó en la hez que debía beber, después de haberse em– briagado con el vino generoso del cáliz. Toda obra que prospera provoca la oposición por el solo hecho de su prosperidad. Las hierbas de los campos maldicen en su lenguaje a las plantas más vivaces que las ahogan; no se puede vivir sin provocar· celos: la nueva fraternidad, por humilde que quisiera ser, no po– día escapar a esta ley.

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