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81 fermos. No llevéis, les dijo, nada para el camino, ni bá– culo, ni alforja, ni pan, ni dinero; ni llevéis dos túnicas. En cualquiera casa donde entréis, posad allí, y de allí partid. Y dondequiera que no os recibieren, saliendo de aquella ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies en tes– timonio contra ellos. Y saliendo iban por las aldeas, anunciando el evangelio y sanando por todas partes. "Jesús dijo a sus discípulos: "Si alguno quiere se– guirme, que renuncie a sí mismo, que cargue su cruz y ·que me siga. Porque aquel que quiere salvar su vida la perderá; pero quien pierda su vida la recuperará. ¿De qué serviría a un hombre ganar el mundo entero, si ha de perder su alma?" Estos versículos no fueron en un primer momento más que la Regla oficial de la Orden -la verdadera Regla era Francisco mismo-; pero tenían el gran mérito de ser cortos, de ser absolutos, de prometer la perfección y de ser tomados del Evangelio. Bernardo se puso en seguida a cumplir con su obli– gación de distribuir su fortuna entre los pobres. Su amigo asistía lleno de contento a este acto, que había atraído a toda la población, cuando un sacerdote llamado Silvestre, que en otro tiempo le había vendido piedni,s para la reparación de San Damián, viendo dar tanto di– nero a todos los~que se presentaban, se aproximó y dijo: -Hermano, no me pagaste muy bien las piedras que me compraste. Francisco había destruído tan completamente en sí mismo todo germen de avaricia, como para no indignarse de oír hablar a un sacerdote de ese modo: -Toma -le dijo, tendiéndole el dinero que tomaba a manos llenas en los bolsillos de Bernardo-, toma, ¿ estás bien pago ahora? -Muy bien, sí - respondió Silvestre un poco aver– gonzado en medio de los murmullos de los circunstantes. Este cuadro, en que los personajes resaltan tan vigo– rosamente, debía imponerse al recuerdo de los asistentes con fuerza sin igual: los italianos sólo comprenden bien

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