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78 sólo hablaba de lo que él mismo había experimentado, anunciando el arrepentimiento, la brevedad de la vida, la retribución futura, la necesidad de alcanzar la per~ fección evangélica. ~ No es fácil imaginar cuán numerosas son sobre la tierra las almas que esperan. La mayoría de los hombres pasan su vida con el alma adormecida. Se parecen a esas vírgenes del santuario que experimentan a veces una turbación indefinida: un temblor infinitamente dulce y sutil hace latir sus corazones, pero bajan los ojos y se sienten envueltas de nuevo en la fría humedad del claustro; se desvanece el sueño delicioso y envenenado, y eso es todo lo que conocerán del amor que es más fuerte que la muerte. Así son muchos hombres para todo lo que atañe a la vida superior. A veces, sentados solos, a la hora del crepúsculo, en medio del campo, dejan vagar sus mira– das sobre los resplandores agonizantes del crepúsculo, y con la brisa de la tarde les llega otra brisa, más lejana y casi divina, que les da la nostalgia del más allá y de la santidad. Pero cae la tarde, y hay que volver al hogar; se desvanece el sueño; y ocurre con frecuencia que al fin de la vida, eso es todo lo que se entrevió de lo Divino: algunos suspiros, algunas palpitaciones, algunos gemi– dos inarticulados, tal es el resumen de nuestros esfuerzos para alcanzar el soberano Bien. Pero el instinto del amor y de lo divino sólo está ador– mecido. Ante la belleza, el amor siempre se despierta; al llamado de la santidad, el testigo divino que existe en nosotrós responde de inmediato, y entonces alrededor de los que predican en nombre de la palabra interior, se ve acudir de todos los puntos del horizonte largas pro– cesiones de almas sedientas de ideal. El corazón humano aspira tan naturalmente a darse que desde el instante que hallamos sobre nuestro camino a un hombre que; sin dudar de S:Í ni de nosotros, nos lo pide sin restricción, sin restricción se los damos de in– mediato. La razón comprende un sacrificio parcial o mo-