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CAPITULO V PRIMER A:&O DE APOSTOLADO (PRIMAVERA DE 1209-VERANO DE 1210) Desde la mañana del día siguiente, Francisco se en~ caminó a Asís y empezó a predicar. Sus palabras eran simples, pero tan llenas de cordialidad que todos los que las escuchaban se sentían conmovidos. Así cómo es fácil no oír y no .aplicarse· las exhorta– ciones de los predicadores que hablan desde la cátedra y parecen cumplir una for:rp,alidad, se hace difícil, en cam– bio, desoír los llamados de un laico que marcha a vuestro lado. La sorprendente abundancia de las sectas protes– tantes proviene en gran parte de esá superioridad de la predicación laica sobre la predicación clerical. Los más brillantes oradores de la cátedra cristiana son malos con– vertidores; si sus gritos de elocuencia pueden encantar a las imaginaciones y arrastrar a algunos mundanos a los pies de los altares, son con frecuencia resultados tan brillantes como efímeros. Pero si un campesino o un obrero dice a quien encuentra algunas simples palabras dictadas por la conciencia, el que las oye quedará to– cado, conquistado. Las palabras de Francisco resultaban, así, a quienes las escuchaban, como una espada flamígera que pene– traba hasta el fondo de sus conciencias. No se puede uno imaginar demasiado simplemente aquellas primeras tentativas: consistían por lo común de algunas palabras dirigidas a gentes a las que conocía lo suficiente como para saber cuál era su punto débil y atacarlo con la santa audacia del amor. Su persona, su ejemplo, eran ya una predicación, y

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