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75 ción profunda. No veía al sacerdote; era Jesús, el Cruci– ficado de San Damián, quien le hablaba: "Durante tu camino predica por todas partes y di: Se aproxima el reino de los cielos. Cura a los enfermos, limpia a los leprosos, expulsa a los demonios. "Has recibido gratuitamente, da gratuitamente. No recibas oro, ni plata, ni dinero en tu cinto, ni saco, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón, porque el obrero me– rece su alimento." Estas palabras las oía como una revelación, como la respuesta del cielo a sus suspiros y a sus preocupaciones. -Eso es lo que quiero -exclamó-, eso es lo que bus– caba, y desde hoy me aplicaré con todas mis fuerzas a ponerlo en práctica. Se desprendió en seguida de su bastón, de su saco, de su bolsa, de sus zapatos, y quiso obedecer de inmediato y observar estrictamente los preceptos de la vida apos– tólica. Es muy posible que hayan influído sobre este relato intenciones alegóricas. La larga crisis que atravesó Fran– cisco para llegar a ser el apóstol de los tiempos nuevos tuvo, sin duda alguna, su desenlace en la escena de la Porciúncula, pero se ha visto cuán lento fué el trabajo interior que la había preparado. La revelación de Francisco estaba en su corazón; el fuego sagrado que iba a comunicar a otras almas salía de la suya, pero las mejores causas tienen necesidad de una bandera. Sobre el pobre altar de la Porciúncula había visto el pendón de la pobreza, del sacrificio y del amor que llevaría al asalto de todas las fortalezas del pecado, y a la sombra del cual, verdadero caballero del Cristo, podría reunir a todos los valientes guerreros de los combates espirituales.

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