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74 en que desaparece la aparatosidad del culto, ahogada en la obscuridad, en que la naturaleza parece recogerse para escuchar el tintineo de campanas lejanas. Francisco pensó, sin duda, quedarse en ella como er– mitaño. Pensaba pasar allí su vida en el recogimiento y en el silencio, mantener la pequeña iglesia y llamar de tanto en tanto a un sacerdote para que dijera la misa. Nada todavía le hacía prever lo que llegaría a ser como fundador religioso. Uno de los lados más intere– santes de su vida es, en efecto, el desenvolvimiento con– tinuo que en ella se revela; pertenece al pequeño grupo de los seres para los cuales vivir es obrar, y obrar pro– gresar. Sólo en San Pablo hállase en el mismo grado la necesidad devoradora de hacer siempre más. siempre me– jor; y ese modo de ser es en ellos tan bello porque es absolutamente instintivo. Cuando comienza a restaurar la Porciúncula, sus pro– yectos no iban más allá de un horizonte bastante limi– tado, se preparaba a una vida de actividad. Pero una vez terminados los trabajos, era imposible que esa ma– nera un poco egoísta y pasiva de hacer su salvación le satisfaciera por completo. Al rec0rdar la aparición del Crucificado, sentía que su corazón se henchía de emocio– nes incomprensibles y sus ojos se llenaban de lágrimas sin saber si era por admiración, por piedad o por envidia. Cuando quedaron terminadas las reparaciones, la meditación llenó casi todas sus horas. Un benedictino de Ja abadía del monte Subasio acudía de tanto en tanto a decir la misa en Santa María; eran las horas luminosas de la vida de Francisco: puede imaginarse con qué cui– dado piadoso se preparaba para ello, y con qué fe escu– chaba las enseñanzas divinas. Un día, ocurrió muy probablemente el 24 de febrero de 1209, fiesta de San Matías, fué celebrada la misa en la Porciúncula. Cuando el sacerdote se volvió hacia él para leer las pa– labras de Jesús, Francisco se sintió dominado por turba-

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