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70 canciones de la caballería francesa que había aprendido en otro tiempo. Las selvas que atravesaba eran la retirada ordinaria de las gentes de Asís y sus alrededores que tenían algún motivo para esconderse. Algunos bandidos, atraídos por su canto, cayeron de repente sobre él. -¿Quién eres? - le preguntaron. -Soy el heraldo del gran Rey y, además, ¿qué os importa? Tenía por toda ropa una vieja capa-que el jardinero del obispo le había dado por orden de su amo; le despo– jaron de la capa y lo tiraron al fondo de un foso lleno de nieve. -Toma, ese es el sitio que te conviene, pobre heraldo de Dios. Alejados los ladrones, se limpió de la nieve que le cubría, y después de muchos esfuerzos consiguió salir de la profunda zanja. Helado, apenas cubierto por una po– brel camisa, volvió a entonar sus cantos, feliz de sufrir y de habituarse así a entender mejor las palabras del Cru– cificado. No lejos de allí había un monasterio. Llamó y ofreció sus servicios. En aquellas soledades, además tan mal fre– cuentadas, las gentes eran desconfiadas. Se le permitió trabajar en la cocina, pero no le dieron nada con que cubrirse y apenas algo que comer. Tuvo que partir; se dirigió hacia Gubbio, donde sabía que encontraría a un amigo; recibió de él una túnica y dos o tres días después se encaminó a su querido San Damián. ... Pero no fué directamente a la ermita; antes de res– taurar el pequeño santuario quería volver a ver a sus amigos los leprosos, contarles, también a ellos, su gran victoria y asegurarles su amor. Después de su primera visita a la leprosería, el bri– llante caballero se había convertido en pobre mendi– gante; llegaba con las manos vacías, pero desbordante el corazón de compasión y de ternura. Se instaló en medio

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