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69 de la gazmoñería de los Bolandistas. Hay simplemente en ella una nueva manifestación del carácter de Francisco, con su ingenuidad, sus exageraciones, su necesidad de establecer entre las palabras y los actos una armonía completa, una correspondencia literal. Después de tales emociones tenía necesidad de estar solo, de saborear su alegría, de cantar su libertad defi– nitivamente conquistada, sobre todos los senderos a lo largo de los cuales tanto había gemido y luchado. No quiso, pues, volver directamente a San Damián. Al salir de la ciudad por la puerta más cercana, se aventuró por los senderos desiertos que serpenteaban por los flancos del monte Subasio. Se estaba al comienzo de la primavera. Se· podía ver por diversas pattes grandes baches de nieve, pero bajo los ardores del sol de marzo el invierno parecía confesarse vencido. En el seno de esta armonía misteriosa, el co– razón de Francisco vibraba deliciosamente, todo su ser se calmaba y exaltaba; el alma de las cosas le acariciaba dulcemente y le infundía tranquilidad. Le invadía todo el ser una felicidad desconocida; para celebrar su victoria y su libertad, empezó a cantar en medio de la selva. Las emociones den1asiado dulces o demasiado pro– fundas para poder ser expresadas en la lengua ordina– ria, el hombre las canta; la música es a este respecto superior al canto: es por excelencia la lengua de lo inefable. El canto alcanza casi el valor de la música pura, cuando las palabras no contribuyen a sostener la voz. La mayor belleza de los salmos y de los himnos de la Iglesia proviene de que, siendo cantados en una lengua muerta nada tienen que requiera el ejercicio de la inteli– gencia; no dicen nada, pero 10· expresan todo, y se modi– fican maravillosamente como un acompañamiento celeste que sigue las emociones del creyente, desde las luchas íntimas más angustiosas hasta los éxtasis más indecibles. Iba, pues, Francisco aspirando a plenos pulmones los efluvios primaverales, entonando a toda voz una de las