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67 sentía que las brutalidades no conducían a nada, y trató a su hijo con dulzura. También fué en vano. Entonces, no pudiendo resignarse a ver a su hijo martirizado, lo puso en libertad. Francisco se encaminó directamente a San Damiano. A su vuelta, Bernardone, para hacer expiar a Pica su debilidad, llegó hasta pegarla. Luego, no pudiendo aceptar la idea de que su hijo fuera la burla de toda la ciudad, quiso hacerlo expulsar del territorio de Asís. Fué a San Damián para intimarle a que abandonara la co– marca. Esta vez Francisco no se ocultó. Se presentó va– lientemente a su padre, y le declaró que no solamente no cambiaría de resolución, sino que, además, siendo ahora un servidor del Cristo, no estaba dispuesto a recibir ór– denes de Bernardone. Este se desahogó en invectivas y le reprochó las sumas enormes que le había costado. Francisco, con un gesto le mostró sobre el borde de la- buharda el dinero de la venta de Foligno. El padre se apoderó ávidamente de las monedas y se retiró resuelto a dirigirse a los magistrados. Los cónsules citaron a Francisco, que respondió sim– plemente que como servidor de la Iglesia, no caía ya bajo la jurisdicción civil. Felices con esta respuesta que les evitaba un asunto engorroso, enviaron al recurrente ante la autoridad diocesana. Ante un tribunal eclesiástico, la cuestión cambiaba de aspecto; era inútil pensar en pedir al obispo que pro– nunciara el destierro, porque su papel consistía en sal– vaguardar la libertad de los clérigos. Bernardone sólo podía desheredar a su hijo, u obligarlo a renunciar por sí mismo a toda sucesión. No resultó cosa difícil. Llamado a comparecer ante el tribunal episcopal, Francisco sintió viva alegría; sus esponsales místicos con el Crucificado iban, pues, a recibir una especie de consagración oficial. Iba a poder prometer públicamente obediencia y fidelidad a Jesús, a quien tantas veces había blasfemado y traicionado por sus palabras y por su con– ducta.

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