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66 día y se decía que para un nuevo caballero del Cristo, estaba haciendo bastante triste figura. Asi un día tomó valor y se dirigió a la ciudad para presentarse a su padre y significarle sus resoluciones. Se puede imaginar cuánto habían alterado su fiso– nomía aquellas semanas de reclusión, pasadas en inquie– tudes y zozobras. Así, cuando, pálido, descarnado, con las ropas deshechas, apareció en la puerta de la ciudad, en las que grupos de chicuelos no cesaban todo el día de jugar, fué acogido por un solo grito: -¡Pazzo! ¡Pazzo!, ¡el loco!, ¡el loco! Un pazzo ne fa cento, un loco hace ciento, dice el proverbio italiano, pero hay que haber contemplado el alborozo delirante de los muchachos en las calles de Italia a la vista de un loco, para comprender cuán cierto es ello. Desde que resuena el grito mágico, se arremo– linan con gritos ensordecedores y, mientras los padres observan a través de las celosías o desde las' ventanas, los muchachos cantan, gritan, lanzan gruñidos salvajes, entremezclados de rondas locas danzadas alrededor del desgraciado. Le apedrean, le llenan de barro, le vendan los ojos; si se enoja, redoblan las afrentas; si llora, si suplica, se repite sus gritos, se imitan sus sollozos y sus súplicas, ·sin ~:egua y sin piedad. Muy pronto Bernardone oyó el clamor que corría por las callejuelas y salió para ver el espectáculo; de repente le pareció oír su nombre y el de su hijo, y sofocado por la vergüenza y la ira, vió a Francisco. Se precipitó sobre él, pronto a estr:angularlo, lo arras– tró hasta la casa y lo arrojó medio muerto en un rincón obscuro. Amenazas, malos tratos, todo fué empleado para ha– cer cambiar al prisionero de resolución, pero todo fué inútil. Por último, cansado, desesperado, lo dejó tran– quilo, no sin antes haberlo atado sólidamente. Algunos días después, se vió obligado por sus nego– cios a salir de Asís por poco tiempo. Pica, su mujer, com– prendía muy bien sus agravios contra Francisco, pero

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