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63 parece querer inspirar tan sólo dolor y compunción; el de San Damiano, por el contrario, tiene una expresión de calma y de dulzura inefables; en vez de cerrar los pár– pados para abandonarse sin remisión bajo el peso de sus dolores, mira, se olvida de sí, y su mirada pura y clara no dice: Sufro; dice: Acércate. Un día Francisco rogaba ante el pobre altar: "Dios grande y glorioso, y vos, Señor Jesús, haced surgir, os lo ruego, vuestra luz en las tinieblas de mi espíritu ... Haced que yo os encuentre, Señor, a fin de que en todo obre según vuestra santa voluntad". Oraba así en su corazón, cuando poco a poco le pa– reció que sus miradas no podían desprenderse de las de Jesús; sentía que dentro de sí y alrededor suyo ocurría algo maravilloso. La santa víctima se animaba, y en el silencio exterior se percibía una voz que se insinuaba dulcemente hasta el fondo de su corazón, expresándose en un lenguaje inefable. Jesús aceptaba su oblación, Je– sús quería su trabajo, su vida, toda su persona, y, en cambio, el pobre abandonado tenía ya el corazón inun– dado de luz y de fuerza. Esta visión señala el triunfo definitivo de Francisco. Su unión con el Cristo está consumada; podrá. ya ex– clamar con los místicos de todos los tiempos: "Mi bien– amado es mío, y yo le pertenezco". Pero en vez de abandonarse a la ebriedad de la con– templación, se preguntó en seguida cóµio podría pagar a Jesús amor con amor, cómo emplearía la vida que aca– baba de ofrecer. No tuvo que buscar mucho; hemos visto que la capilla en que acababa de celebrar sus es– ponsales espirituales estaba derrumbándose; pensó que la obra que le estaba asignada era reparar la capilla. Desde aquel día, el recuerdo del Crucificado, la idea del amor que triunfa inmolándose, se convirtió en el centro de su vida religiosa y como en el alma de su alma. Por primera vez, sin duda, Francisco acababa de ponerse en contacto directo, personal, íntimo con Jesús-Cristo; de la creencia había pasado a la fe, a esta fe viva que