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62 prevenir una ruptura que iba haciéndose inevitable. Francisco llegó a ser dominado por un solo deseo, huir de la casa paterna, donde, en vez de amor, sólo encon– traba reproches, tormentos y gritos. El fiel confidente de sus primeras luchas se había visto obligado a abandonarlo, y su soledad absoluta pe– saba demasiado sobre el corazón ardiente y amante de Francisco. Hizo lo que pudo para salir de aquella sole– dad, pero nadie le comprendia. Las ideas que empezaba a expresar tímidamente sólo provocaban a quienes ha– blaba sonrisas de burla, o movimientos de cabeza en gen– tes segura de su razón ante aquel joven que se encami– naba derechamente a la locura. Llegó a confesarse con el obispo, pero éste nada comprendió de sus proyectos vagos, incoherentes, llenos de ideas impracticables y tal vez subversivas. Así, a pesar suyo, Francisco se vió precisado a no pedir nada a los hombres, y a elevarse por la oración a la in– tuición de la voluntad divina. La puerta de las casas y de los corazones se le cerraba, pero la voz interior iba a estallar irresistible y a hacerse obedecer para siempre. Entre las numerosas capillas de los alrededores de Asís había una, la de San Damián, que Francisco amaba particularmente. Se llega a ella en algunos minutos si– guiendo un camino pedregoso, sombreado por olivos, en medio de aromas de lavanda y de romero. Ocupa la cima de un montículo desde donde se contempla toda la llanura, pero a través de una cortina de cipreses y pinos que parecen querer ocultar la humilde ermita y esta– blecer entre ella y el mundo una barrera ideal. Servido por un pobre sacerdote que tenía apenas con que sustentarse, el santuario iba derrumbándose. No dis– ponía en su interior más que de un simple altar en al– bañilería y a modo de retablo uno de los crucifijos bizan– tinos tan numerosos entonces en Italia, en los que los artistas dejaron transparentarse algo de los terrores que agitaron al siglo XII. Por lo común el Crucificado, que se v~ horriblemente lacerado por heridas sangrientas,

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