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51 ses, sobre puntos de detalle o cuestiones de disciplina; tenía una base doctrinal firme, en contradicción con todo el dogma católico. Pero aunque esta herejía haya florecido en Italia y bajo los ojos mismos de San Francisco, por decir así, nos referiremos a ella muy brevemente. Si las infiltra– ciones del movimiento valdense sobre su creación fueron numerosas, ·quedó en cambio totalmente extraña al ca– tarismo. Se explica ello muy naturalmente por el hecho de que Francisco jamás quiso ocuparse de cuestiones de doc– trina. Para él la fe no es del dominio intelectual, es del dominio moral: es la consagración del corazón. El tiempo empleado en dogmatizar, le parecía tiempo per– dido. Un rasgo de la vida del hermano Egidio muestra bien eh qué escasa estima tuvieron los primeros hermanos menores a la teología. Un día, ante San Buenaventura, tal vez con alguna punta de ironía, exclamó: -¡Ay!, ¿qué haremos nosotros, ignorantes y simples, para merecer la bondad de Dios? -Hermano mío ~dijo el famoso doctor-, bien sabes que basta con amar al Señor. -¿Estáis bien seguro de ello? -preguntó Egidio-, ¿creéis que una simple mujer pueda gustar a Dios tanto como un sabio teólogo? · Ante la respuesta afirmativa de su interlocutor, corrió a la calle llamando a gritos a una anciana mendiga: -Pobre viejecilla -la dijo-, regocíjate, porque si amas a Dios, podrás estar en el reino de los cielos por encima del hermano Buenaventura. Los Cataras no tuvieron, pues, influencia directa sobre San Francisco, pero nada podría revelar mejor el desor– den del pensamiento en aquella época que esa resurrec– ción del maniqueísmo. ¿A qué grado de lasitud y de locura tuvo que llegar la Italia religiosa para que tuviera tanto éxito esa mez– cla de ideas búdicas, mazdeistas y gnósticas?

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