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50 seriamente. En otros países se contentaron con tratarlos como a excomulgados. Obligados a ocultarse, puestos en la imposibilidad de reunir sus capítulos, que debían tener lugar una o dos veces por años para mantener entre ellos cierta unidad de doctrina, los valdenses se transformaron rápidamente según los medios; unos se obstinaban en creerse buenos católicos, otros hasta predicaban la destrucción de la je– rarquía y la inutilidad de los sacramentos. Así derivó la multitud de sus ramas tan diversas y hasta enemigas que se transformaban de hora en hora. Sin embargo, la común persecución los acercaba a los valdenses y favorecía la amalgama de sus ideas. Es di– fícil imaginarse lo activos que eran. Con el pretexto del peregrinaje a Roma, siempre andaban por los caminos, simples e insinuantes. La manera cómo entonces se via– jaba era particularmente favorable a la difusión de las ideas. Al hablar de las novedades y cosas del día con quienes recibían a los viajeros en hospedaje, se les ha– blaba también del triste estado de la Iglesia y de la reforma necesaria. Estas conversaciones eran un medio de apostolado mucho más eficaz que los de hoy, por el libro y el periódico: nada más eficaz que la viva vox para comunicar el pensamiento. Se han expandido sobre los valdenses muchos relatos ruines; la calumnia es un arma demasiado fácil para no tentar a adversarios inescrupulosos y apurados. Así se les atribuyó las promiscuidades inmundas de que se acusó antiguamente a los primeros cristianos. En realidad, su verdadera fuerza consistía en sus virtudes, que hacían tan gran contraste con los vicios públicos de gran parte del clero. Los enemigos más poderosos y más decididos de la Iglesia fueron los Cátaros. Sinceros, audaces, con fre– cuencia instruídos y tenaces, contando entre ellos fuer– tes corazones y personalidades de gran fuerza intelectual, fueron en el siglo XIII los heréticos por excelencia. Su rebelión no se levantaba, como en los primeros valden-

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