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46 dro verdaderamente exacto de la Iglesia en aquella época. No hay que olvidar las almas de excepción, más nume– rosas, sin duda, de lo que se piensa. Cinco justos hu– bieran salvado a Sodoma; el Eterno no los pudo encon– trar. La Iglesia del siglo XIII los tuvo, y sólo por ello los tormentos de la herejía no pudieron destruirla. Pero hay algo más; la Iglesia ofrecía entonces un hermoso espectáculo de grandeza moral. Hay que saber olvidar las miserias que hemos señalado, para volver nuestras miradas hacia el trono pontifical y contemplar la belleza de la lucha en que estaba empeñado: Un poder completamente espiritual se proponía dominar a los reyes de la tierra, como el alma domina al cuerpo, y lo con– siguió. Es verdad que los soldados y generales de aquel ejér– cito fueron en su gran mayoría verdaderos bandidos, pero para ser enteramente justos hay que comprender el fin que buscaban. En aquellas edades de hierro en que la fuerza bruta era todo, la Iglesia, a pesar de sus llagas, mostró a la humanidad campesinos y obreros recibiendo el humilde homenaje de los más altos potentados de la tierra, tan sólo porque se sentaban en la cátedra de San Pedro y representaban la ley moral. Así se explica que Dante y muchos otros, antes y des– pués de él, hayan podido maldecir a los malos ministros, pero sin tener en el fondo del corazón más que una in– mensa compasión y de un amor ardiente por la Iglesia, a la que nunca cesaron de llamar su madre. No todo el mundo los imitaba y los vicios del clero explican el número infinito de las herejías. Tuvieron todos éxito, desde los que eran simples gritos de la con– ciencia rebelada, hasta las más insensatas como la del Eón de la Estrella. Se contaron entre ellas causas her– mosas y santas; pero. no porque los heréticos sufrieran crueles persecuciones deben ser para nosotros tan inte– resantes como para turbar nuestro buen juicio. Más hu-

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