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45 las reliquias; sin que el acto moral de la fe tu-viera ne– cesidad de intervenir. Ya era el caso de un papagallo que, agarrado por un milano, se pone a gritar la invocación preferida de su propietaria: Sancte Thoma, adjuva me, y de inmediato el milano lo deja escapar. O se trataba de un mercader de Groninga que había robado un brazo de San Juan Bautista y que se enriquecía como por encanto, en tanto que pudo mantener oculta la reliquia, pero que se vió re– ducido a la mendicidad cuando se descubrió su secreto, pues se le quitó la reliquia, que fué colocada en ·una iglesia. Es del caso notar que todos esos relatos no fueron creados por devotos ignorantes perdidos en el fondo de los campos. ¡Los tomamos de un libro de uno de los mon– jes más instruídos del tiempo, que los escribió para ins– trucción de un novicio! Las reliquias obraban, pues, como verdaderos talis– manes. No tan sólo obraban milagros, sin que el curado por milagro tuviera necesidad de hallarse en condiciones especiales de fe o de devoción, sino que los más poderosos curaban a los enfermos a pesar de ellos mismos. Cuenta un cronista que el cuerpo de San Martín de Tours había sido ocultado y llevado muy lejos en 887, por miedo a los invasores daneses. Cuando hubo que repatriar los restos del santo, dos lisiados que ganaban mucho men– digando, al enterarse del retorno de las reliquias queda– ron aterrados, porque sin duda que San Martín iba a cu– rarlos, arrebatándoles así su ganapán. Sus temores eran demasiado fundados. Decidieron huir, pero cojeaban de– masiado para irse muy ligero, y no habían alcanzado a cruzar las fronteras de Toscana cuando el cuerpo del santo llegó y ellos quedaron curados. Se podría reunir centenares de relatos semejantes, le– vantar estadísticas que mostrarían, al advenimiento de Inocencia III, muchas sedes episcopales ocupadas por in– dignos, muchos conventos poblados por monjes perezo– sos y disolutos; pero con todo ello no se trazaría un cua-

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