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44 preguntaban si la Iglesia griega no llegaría de repente para purificar todo ello y recoger la herencia de su her– mana. No se respetaba al clero, pero se le temía siempre por el terror supersticioso que se tenía de su poder. Se ma– nifestaban por todas partes, aunque de tanto en tanto, síntomas anunciadores de revueltas terribles; los cami– nos que conducían a Roma estaban atestados de monjes que acudían para reclamar la protección de la Santa Sede contra las poblaciones en medio de las cuales vivían. El Papa pronunciaba regularmente el interdicto, pero no se podía recurrir eternamente a esa medida. Para mantener los privilegios de la Iglesia, el papado se veía con mucha frecuencia forzado a cubrir con su protección a quienes menos la merecían. Sus clientes no fueron siempre tan interesantes como la infortunada· Ingelburga (1). Sin embargo, no hay que creer que todo fuera corrup– ción en el seno de la Iglesia; pero como siempre, el mal hacía más ruido que el bien, y la voz de quienes desea– ban una reforma sólo provocaba movimientos pasajeros. La superstición en el pueblo era inimaginable; la pre– dicación, que habría podido expandir algunas luces, es– taba reservada a los obispos, y los. raros pastores que no olvidaban sus deberes a este. respecto poco llegaban a hacer, absorbidos como estaban por otras preocupacio– nes. Lo que obligó a todo el clero secular a aceptar la costumbre de la predicación fué la aparición y propa– gación de las órdenes mendicantes. El culto se convertía cada vez más en una especie de fórmula mágica, operante por sí misma. Una vez en ese camino, se llegó bien pronto hasta el absurdo. Gentes que se creían piadosas contaban las maravillas realizadas por (1) Princesa danesa, notable por el destino singular que tuvo en Francia, casóse con el rey francés Felipe Augusto, que la repudió casi de inmediato, lo que suscitó un conflicto entre la corona y la Iglesia, que terminó, después de seis años, por el reconocimiento de los derechos de la reina Ingelburga. - N. del T.

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