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43 se alarmaron al p0nsar en la riqueza y la notoriedad que irían a adquirir. Pedro de Limoges, que le había sucedido como prior, fué a su tumba: -¡Oh, servidor de Dios -le dijo-, nos has mostrado el camino de la pobreza, y quieres ahora abandonar el recto y difícil sendero de la salvación, para llevarnos al largo camino de la muerte eterna. Nos has predicado la soledad, y vas a cambiarla en una feria y en una plaza de mercado! ¡Bien sabemos que eres un santo! No tie– nes, pues, necesidad de hacer milagros que lo prueben, pero que destruirán en nosotros la humildad. No se~s demasiado celoso de tu reputación para aumentarla en detrimento de nuestra salvación. Es lo que te pedimos y lo que esperamos de tu amor. Sino -te lo declaramos por la obediencia que te habíamos prometido- desente– rraremos tus huesos y los arrojaremos al río. Esteban obedeció hasta su canonización (1189); pero a partir de este momento la ambición, la avaricia y la lujuria i_nvadieron tan por completo la soledad de Gram– mont, que hicieron de sus monjes el hazmerreír del mun– do cristiano. Pedro de Limoges no se había equivocado al temer que su monasterio se convirtiese en un campo de feria: a la sombra de la mayor parte de las catedrales, los miembros del capítulo tenían verdaderas tabernas, y en ciertos monasterios atraían a los parroquianos con mala- baristas y hasta con cortesanas. · Para hacerse una idea de la degradación de la mayor parte de los monjes hay que leer, no los apóstrofes con frecuencia oratorios y exagerados de los predicadores, obligados a hablar fuerte para impresionar, sino las co– leccíones de las bulas papales, en que los llamados a juicio en Roma por asesinatos, violaciones, incestos, adul– terios, aparecen casi a cada página. Se comprende que hasta un Inocencia III se haya sentido débil ante tantos males que conjurar, y que se viera tentado a abandonarse al desaliento. Los mejores corazones se volvían hacia Oriente y se

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