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42 No corresponde hacer aquí un profundo estudio sobre el estado de la Iglesia a principios del siglo XIII; bas– tará con señalar en algunas páginas los rasgos princi– pales. Desde el primer instante en que se estudia el estado del clero secular, lo que más ·sorprende son los estragos que hacía la simonía: el tráfico de los cargos eclesiás– ticos se hacía con una audacia sin límites; los beneficios eran puestos a subasta, e Inocencio III confesaba que sólo podría curarse esa llaga por medio del hierro y del fuego. "Son de piedra para comprender, se decía de los fun– cionarios de la Curia romana, de madera para juzgar, de fuego para enojarse, de hierro para perdonar; menti– rqsos como zorros, orgullosos como toros, e insaciables y ávidos como el minotauro." Las alabanzas hechas al Papa Eugenio III, por haber desairado a un sacerdote que al iniciarse un proceso le ofreció un marco de oro, hablan elocuentemente sobre las costumbres de Roma a ese respecto. Los obispos, por su parte, hallaban mil medios, con frecuencia repugnantes, de obtener dinero de los simples sacerdotes. Violentos, pendencieros, camorristas, eran motivos de sorna por parte del pueblo de todos los países de Europa. En cuanto a los sacerdotes, trataban de acumular los beneficios, se apropiaban de las herencias y se veían re– ducidos a los más viles medios para establecer a sus bas– tardos. La_s órdenes monasticas no eran más respetables. Ha– bían surgido en gran número en los siglos XI y XII; pero muy pronto su reputación de santidad provocaba las li– beralidades y éstas acarreaban fatalmente la decadencia de las órdenes. Pocas comunidades habían tenido la precaución de los• primeros monjes de la Orden de Grammont (diócesis de Limoges): cuand_o Esteban de Muret, su fundador, comenzó a mostrar su santidad, curando al caballero paralítico y devolviendo la vista a un ciego, sus discípulos

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