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39 había entonces, como hoy, numerosas capillas. Con fre– cuencia debió oír misa en esos rústicos santuarios, solo con el oficiante. Si se tiene en cuenta la inclinación de las naturalezas simples a sentirse personalmente aludidas por todo lo que oyen, se comprenderá su emoción y su turbación, cuando el sacerdote, volviéndose hacia él, leía el evangelio del día. El ideal cristiano se le revelaba y respondía a sus secretas preocupaciones. Así, cuando momentos después se perdía en el bosque próximo, todo su pensamiento se concentraba en el pobre carpintero de Nazareth, que cruzándose en su camino, le decía tam– bién a él: Tú, sígueme. Cerca de dos años habían pasado desde el día en que experimentó la primer sacudida: le parecía ahora que el fin de sus esfuerzos era una vida de renunciamiento, pero tuvo de golpe la amarga experiencia de que su no– viciado espiritual no había terminado. Se paseaba un día a caballo, más anheloso que nunca de llevar una vida de absoluta abnegación, cuando en una vuelta del camino se encontró de golpe con un le– proso. La horrible enfermedad le había causado siempre invencible repulsión. No pudo contener un movimiento de horror, e instintivamente volvió riendas. Si su impresión primera fué ruda, la derrota fué com– pleta. Se la reprochó amargamente. ¡Alentar tan her– mosos proyectos y mostrarse tan cobarde! ¿Iba, pues, el caballero del Cristo a rendir sus armas? Volvió sobre su camino, desmontó y entregó al desgraciado estupefacto todo el dinero que tenía; después le besó la mano, como si lo hiciera con un sacerdote. Esta nueva victoria señala, como él mismo lo vió, una fecha en su vida espiritual. Hay, en efecto, mucha distancia del odio del mal al amor del bien. Son más numerosos de lo que se piensa, quienes han renunciado a lo que las antiguas liturgias llaman el mundo, sus pompas y sus codicias, pero que en su mayor parte no guardan en el fondo del corazón

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