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38 pasiones nuevas, y con ellas la necesidad de obrar, de darse, de gritar a aquellas ciudades como colgadas de las cimas, amenazantes como guerreros que se midieran con la mirada antes del combate, que se reconciliaran y se amaran. . Sin duda que en aquel momento Francisco no preveía lo que iba a ser de él; pero esas horas son quizás las más importantes para la evolución de su pensamiento; son las que dieron a su vida ese rasgo de libertad, esos perfumes campestres que la hacen tan diferente de la piedad de las sacristías como la de los salones. Fué por este tiempo que partió en peregrinaje para Roma. ¿Fué por el consejo de un amigo? ¿Fné una pe– nitencia impuesta por su confesor? ¿Un acto espontá– neo? No se sabe. Tal vez creyó que una visita a los-Santos Apóstoles, como se decía en aquel tiempo, le daría la res– puesta a todas las interrogaciones que le asaltaban. Se fué a Roma. ¿Experimentó alguna influencia re– ligiosa? Es poco probable, porque sus biógrafos cuentan la penosa im.,Presión que experimentó en la basílica de San Pedro al comprobar cuán mezquinas eran las ofren– das de los peregrinos. El quiso dar todo al príncipe de los apóstoles, y vaciando su bolsa arrojó todo su contenido sobre la tumba. Este viaje quedó señalado por un incidente más im– portante. Quiso saber lo que es no tener nada y esperar su pan de la caridad de los viandantes. Sobre el atrio de la basílica se amontonaban los men– digos; cambió sus propias ropas por los harapos de uno de ellos y durante todo el día permaneció en el mismo sitio tendiendo la mano. Este hecho había significado una gran victoria: el triunfo de la compasión sobre el orgullo natural. De re– torno en Asís, fué mayor su bondad hacia quienes tenía realmente derecho de llamar hermanos. Con tales sentimientos no podía rehuir por más tiem– po la influencia del Evangelio. Sobre todos los caminos de los alrededores de la ciudad

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