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33 El renombre de Gualterio era inmenso en toda la Península: se le consideraba uno de los más valientes caballeros de la época. El corazón de Francisco saltó en su pecho: le pareció que al lado de semejante héroe, bien pronto se cubriría de gloria. Decidió partir, abandonán– dose sin reserva alguna a la alegría. Hizo sus preparativos con fastuosa prodigalidad. Su equipo, de lujo principesco, se convirtió en seguida en el tema de todas las conversaciones. Y se hablaba de ello aún más porque el jefe de la expedición, quizás arruinado por la revolución de 1202 o por los gastos del largo cautiverio, tuvo que hacer las cosas mucho más modestamente. Pero en Francisco la bondad ya era mayor que su gusto por el esplendor. Dió sus ropas suntuosas a un ca– ballero pobre. Los biógrafos no indican si era el mismo a quien iba a acompañar. Al verle ir y venir y hacer sus preparativos con tanta ostentación se le hubiera tomado por hijo de un gran señor. Sus compañeros pronto quedaron chocados por su conducta y se propusieron hacérsela expiar cruel– mente. Francisco no advertía los celos que provocaba, y sólo pensaba en su futura gloria. En sus sueños le parecía ver la casa de sus padres completamente trans– formada: en vez de pilas de piezas de telas y de pa– ños, sólo veía brillantes escudos colgados de las pare– des y armas de toda especie, como en un palacio se– ñorial. El mismo se veía al lado de una esposa noble y hermosa, y estaba seguro que esa visión era anuncio del porvenir que le estaba reservado. Nunca se le había visto tan comunicativo, tan radiante, y cuando por centésima vez se le interrogaba sobre el origen de tal alegría, res– pondía con sorprendente seguridad: Sé que llegaré a ser un gran príncipe. Llegó al fin el día de la partida. Francisco, seguido de su escudero, se despidió alegremente de su ciudad natal y tomó con la pequeña tropa el camino de Espo– leta que serpentea sobre los flancos del monte Subasio.

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